Había una vez,
en un lugar del mundo, un noble juez al que le encantaba su trabajo. Condenaba
a los que consideraba culpables privándoles siempre de cierta libertad. El
pueblo estaba contento con él, aunque sus decisiones no eran del agrado de
todos. A pesar de ello, cada día que pasaba este noble juez fue obsesionándose más
y más con su trabajo. Primero, juzgaba día y noche de forma excesiva a las
personas de su familia, exagerando todas y cada una de las cosas que, para su
gusto, no hacían bien o no eran perfectas. Después, continuó con sus amigos y, más
tarde, empezó a hacerlo con los vecinos de su localidad. A todas horas, estuviera
donde estuviese, el juez condenaba a cada persona que se le cruzase por sus
actos, por su simple aspecto o por sus defectos más aparentes. Todos estaban
hartos de aquél juez, pues con sus continuos veredictos también les estaba privando
de cierta forma de libertad. Hasta que un día, colocaron al juez delante de un
espejo, y éste se pasó horas y horas delante de él, incapaz de pronunciar una
sola palabra acusatoria sobre lo que estaba viendo.
Sin embargo, vivimos en una sociedad
que es como este juez, en la que en un medio de comunicación público sigue paso
a paso y, como si fuera especialmente relevante para todos nosotros, la condena
que cumple un preso por un delito que cometió hace años contra una familia. O
dos mujeres se dedican a rezar el rosario delante de una clínica, mientras
varias chicas llevan a cabo la que probablemente sea la decisión más difícil de
sus vidas, la de abortar.
Tal vez sea
mejor que nos miremos al espejo y respetemos la libertad de los demás.